Y tengo ardor desde entonces. Cada mañana. Allí no había
otra cosa. Comida grasienta, comida de mierda en bandejas de plástico. Todavía
me despierto con reflujos. Me incorporo. Escupo. Toso. Me enciendo un cigarro y
la inercia del día me lleva al banquito del parque donde las horas pasan entre
comida y comida, entre toma y toma de pastillas. A veces me vuelvo a la cama y
ya no consigo dormir. Café con leche. Magdalenas. Y muchas horas en blanco que habré
de llenar con algo. Como en patio del módulo. Dios dirá.
Pero hoy me he dormido. Joder. Toda la noche en el techo, la
radio, las revistas, la nevera, los cigarros en la ventana. Reabriendo los
cabos sueltos, rascando las viejas heridas. Ordeno fotos, saco fiambreras, releo
revistas de moda con las páginas pegadas que me pasa la tía Geles. Somníferos a
las cuatro y me despierta el reflujo a la una; ya es tarde, el ambulatorio…
Había quedado a las nueve. Asco de insomnio, asco de pastillas. Uno esperaría
que todo hubiera cambiado, que la vida se abriera como una naranja por la mitad
chorreando desde adentro. Que se rompiera la cáscara y uno empezara a ser ese
yo mismo tan deseado, cuando salga de aquí, decíamos, cuando esta mierda se
acabe. Pero todo es igual, en esencia. Gente hacinada en sus casa, recluida en
sus costumbres, la novela de la tarde, la revista de los lunes. Repitiendo, sin
saberlo, el mismo día, uno tras otro. Presos de otras cosas, pero presos.
Y así se asume la certeza de que estar libre debe de ser
algo más que estar encerrado aquí afuera, al otro lado del muro, con horarios controlados
por otros carceleros; a las ocho el desayuno, a las nueve el ambulatorio, el
jueves lo del paro. Pronto se descubre, sin asombro, que todo discurre por los
mismos cauces y uno se siente tan preso como entonces. Salvo por esta plantita, colgando en la ventana, entre el ruido del taladro y la acidez; entre el punky que grita
en la esquina y la señora del carro de la compra que ya ha pasado tres veces con
un cigarro en la boca; buenos días, buenas tardes. Porque ya la tarde está ahí,
junto a esa sensación aplastante de haber perdido tu día, aquello que ayer era
tan precioso, tan lleno de sueños y listas de cosas por hacer; tan en blanco
cuando me acosté, mi día, mi mañana prontito, y ahora sólo el ardor, la tarde
acechando, la mañana perdida. Se escurre el día como arena entre los dedos, los
relojes chorreando ante mis ojos. Adiós al ambulatorio. Cerraron el banco.
Abrirá el estanco, más tarde. Siempre nos queda comprar tabaco en el bar y el
día que se abrirá otra vez mañana como un abanico, inocente, sediento de paz y tareas
por hacer. El baño limpio; la nevera ordenada. Pero eso será mañana, que
llegará para resarcir el día perdido que arde con el sol del mediodía; mañana
vendrá para compensar lo que somos, si no me duermo otra vez y a la mierda otro
miércoles cualquiera de cualquier mes. Siempre nos queda mañana, como un
consuelo aplazado.
A la mierda ya las cosas por hacer. Me comería un kebab; más
tarde. Cuando el ardor... Primero un café. Omeprazol. Voy al baño. Y esa
pequeña flor en mi retina, venciendo al tiempo, al exceso de agua en el
macetero, al viento del lunes, a la sequía impuesta por mi falta de memoria.
Siempre me pilla en el parque o ya me acuerdo en la cama. La plantita me
perdona -tal vez el sol, tal vez el agua- me mira a los ojos, fijamente; me
sonríe con su flor, una flor roja y pequeña que es toda mi victoria contra esta
sucesión de sinsentidos y papelitos a medio escribir amontonándose en la mesita.
La flor y su persistencia contra el moho de la tierra empapada. A veces no llego;
a veces me paso. Semanas sin regarla y, de repente… Así se te pasan las cosas,
así se te pudre el rosal y la poesía, así se empapan los libros en el bidet, los
colores en la ventana, los días que despilfarras a manos llenas, desde entonces.
Y sin embargo, la plantita que es todo el horizonte de esta casa sin balcones; la
plantita, la maceta y esta flor que se abre al sol de la ventana. Y en ese
instante todo acaba por encajar como un puzle, cada cosa en su lugar, nada es
inútil, nada es en balde. Cada estímulo forma parte de un engranaje total, de
algo que acaba por dar sentido a tanto desconcierto. Por un breve instante uno
intuye esa red invisible, esa razón total de la existencia cuya única evidencia
es esa flor amenazando, con su sola existencia, los límites del caos que la
rodea. Cae la trama, al suelo el telón, la madeja que me envuelve con sus miles
de hilos, de porqués escamoteados, de nudos fugaces que tejen esta tela donde
vivimos perdidos y nos cortamos el pelo cada dos meses. Pero ahora tengo hambre
y habrá que salir de casa.
Vuelvo a perderme para ir al Kebab Paradise. Esta gente
nunca cierra. Tabaco y comida; olvidé el Omeprazol en la mesita junto a las
otras pastillas. Mañana, la nevera limpia. Palabrita del Niño Jesús. A la
mierda ya las cosas por hacer. Mañana será otro día. Y pasado lo del paro.
Palabrita. Por éstas que son cruces. Abdu me cuenta por quinta vez lo de su
padre, lo de la carpintería, lo de sus cabras, lo de la leche desparramada, su
padre con la vara dejándole el culo en carne viva. Yo madera, yo puertas, mesas,
yo mucho correr, tú sabes, mi padre con madera… Muy buen tipo. Fumamos porros,
a veces. Me sirve el kebab mientras me habla. Con queso. Picante. Salsa blanca.
También, échale lo que sea. Dios sabe que lleva… A estas alturas con reparos. Las
cabras, la leche, el culo en carne viva. Lo repito como un mantra, volviendo a
casa, restregando la suela contra la acera: asco de señoras con los perros y sus
mierdas y su puta madre. La gente me mira; los niños se ríen saltando en los
columpios. Y el ardor que me devuelve a mí mismo, a mis miedos y mis dolores.
Puto café, puta ansiedad, putas pastillas que no me he tomado. Puta memoria,
porque me vuelvo sin el tabaco y habrá que volver al Kebab Paradise; otra vez
las cabras y la leche; otra vez el culo en carne viva. Otra vez el sobaco de
Abdu chorreando sudor sobre el tomate en rodajas y los vasos de plástico
apilados en el váter. Después de salir del talego, pocas cosas me dan asco.
Del kebab a casa. Del comedor al chabolo. La llave echada,
un potaje de garbanzos atufando en la escalera, los niños jugando al fútbol en
el rellano. Huele a lejía en el segundo. Mi provisión de tabaco. Aguanto así
hasta mañana. Hoy ya no salgo. Ya está. Aquí o en el parque. Patio o chabolo. La
misma cárcel con otras paredes. Tal vez el mismo muro basta para mantenernos presos
a ambos lados de la valla; los mismos alambres de espino, suficiente simulacro para
crear la ilusión de que algo es diferente. Pero todo es igual, aquí a fuera.
Mis pastillas, mi banquito. Salvo por esta plantita que vuelvo a regar,
pobrecita, tostándose al sol en verano, demasiado, tal vez, para ella…
Mi planta
contra el humo de los coches, creciendo contra el asfalto, mostrando al sol su
esplendor y mi victoria; esa flor roja, impasible, abriéndose paso hacia el
cielo, arañando su volumen contra el aire y las palomas, abriéndose en la
ventana donde fumo y miro pasar la vida, los coches, personas que dicen ser
libres -muchas incluso lo creen-, ordenando sus listas de la compra, tomando
decisiones importantes como si algo pudiera ser decidido, como si no nos
bastara la lluvia o una llamada a destiempo para mandarlo todo a la mierda y
quedar sometidos a nuestras propias miserias. Gente que pasa complaciéndose en
su civismo y en sus altos valores morales; carceleros de sí mismos conteniendo
sus deseos y miserias. Gente que me lanza un mechero desde la calle para que
encienda un cigarro. Mechero no tengo, joder. Habrá que salir y comprar, otra
vez; cuando sepa que es salir a ciencia cierta, porque estar dentro o estar
fuera no significa gran cosa del lado de acá de los alambres, donde las
personas releen el periódico de ayer y echan la lotería cada miércoles. Las
pastillas a su hora; puto ardor por las mañanas. Puta mierda de comida en lata;
puta mierda de comida en bandejas de plástico y sillas atornilladas al suelo. Asco
de migas en el sofá. Allí no había otra cosa. Tampoco aquí. Y tengo ardor desde
entonces.
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