Foto Louis Stettner |
Tal vez haya que preguntarse por esa forma de resbalar por
las cosas, por cómo lo convertimos todo en papel mojado. Quedarse en los
brillos, lavar la ropa tres veces sin llegar siquiera a tenderla. Demorar hasta
la náusea los asuntos pendientes. Pero hoy sí, la calle, terracita, desayuno
popular. Parece que quiere llover, tenía que haber cogido un paraguas. Las
señoras se pasman ante la moda primavera-verano que está llegando con sus tonos
siena y yo solo veo el reflejo de su escote en el escaparate. Me vuelvo
sospechoso entre señoras con hijos de la mano y sigo mis pasos, calculo cuánto
tiempo he perdido: ya casi estaría en el puente. Mi otro yo, ése que no se ha
parado abducido por el reflejo de las cosas cuando llueve, posiblemente estará
llegando a la gestoría, en esa nueva realidad que sospecho andando tres minutos
por delante, siguiendo la ruta prevista. Pero ha empezado a llover. Me estrello
a cada paso en la brillante superficie de baldosas y adoquines, pulida corteza
que pone piel a ese continuo cambiar de las cosas a mi lado, ese eco de voces y
motores, café con leche y croissant, ya en la calle, hoy sí, hoy lo del gestor,
semáforo en rojo y una masa informe de conductores aferrados al volante,
ventanillas cerradas, mirada al frente o a sí mismos en el retrovisor.
Y así considero obvio que las cosas van deslizándose ante mí
y yo entre ellas, como en un juego de espejos en la feria, como van cambiando
las montañas y las casas tras la ventana del tren. La ciudad es un paisaje que me
mira. Y además llueve, y todo brilla. Reluce el asfalto y las capotas de los
coches, los charcos del parque, los columpios. La mirada de las cosas se
despierta; a cada cambio de perspectiva nuevos destellos que me observan. Inmerso
en una especie de cubismo existencial, un gesto que me desordena, me invade, me
contiene. Mi yo desdibujado y mi otro yo esperándome impaciente, unos minutos
más allá, maldiciendo mi estampa, seguro, y aprieto el paso.
Uno no sabe que puede hasta que se sorprende pisando nubes
de charco en charco, pisando el cielo que se cierra bajo los pies, nubes negras
y llenas de mierdas de perro que solo llego a esquivar a veces. Da suerte,
dicen. El día a mis pies, llenos de suerte mis zapatos y el asfalto que comienza
a gotear con rabia, miro al cielo: se coge. Corren los jubiletas con sus bolas de
petanca. Cornisas atestadas de señoras con paraguas.
Foto de José Luis Nocito |
Cuando entiendo que estoy empapado y que lo más sensato
sería centrifugarme es tarde, la punta del croissant que me he guardado debe de
ser una pasta en el bolsillo, la servilleta que la envolvía, el paquete de
tabaco... Pero un chino escupe en la acera y me invita a refugiarme en su tienda
multiprecio. Llover mucho, tú espera. Desisto entonces de mi empresa, hipnotizado
por la destreza del chino al escupir de una forma espléndidamente plástica, estéticamente
bella, trazando una parábola perfecta en el aire, formando anillos concéntricos
cuando algo asqueroso ameriza en un charco. Yo, derrotado y vencido por mis
buenas intenciones, cautivo y desarmado por mi espíritu de enmienda, acabo lanzando
al torrente que va calle abajo una bola informe de letras y fechas, el sello de
la empresa de seguros, eso que fue un documento, no te olvides de entregarlo,
ha de constar la recepción del mismo para que se haga efectivo el pago. Ha
dejado de llover y todo brilla, habrá que volver a casa, olvidé tender la ropa, aunque de
todos modos llueve; a quién se le ocurre lavarla, justo hoy, lo ves, te lo dije.
Ahora no llover más, dice el chino que saca uno a uno los pañuelos de papel que
me va pasando para que me seque; los voy empapando metódicamente, los voy convirtiendo
en bolitas. Y así me encuentra mi otro yo volviendo a casa, me recupera para la
vida consciente, para aceptar la costumbre de volver a casa después de todo; paraguas
en mano que le he comprado al chino, por si acaso, lo ves, te lo dije, y yo empapado,
náufrago en mi piel, convencido en el fondo de que algo se ha sacado en claro,
no estuvo mal, a fin de cuentas, los brillos, los reflejos, el breve estado de
excepción que me diluye cuando llueve, la póliza calle abajo como un barquito
de papel que ha naufragado… Y me da por reírme de esta tendencia natural a la
catástrofe, de este ir resbalando por las cosas, de ver cómo se empapan las palabras
en las pólizas de seguros y cómo lo convertimos todo en papel mojado.
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