Tal vez es eso, esculpir la gran impostura de narrarse a sí
mismo, sentirse vaciado por dentro y ahora a buscar lo que eres. Como páginas
en blanco. Relatos que hay que contar para equilibrar lo que suponemos real,
para que todo se engarce en un supuesto orden natural de las cosas. De ahí tal
vez esta pulsión de construir otras vidas, ajenas o propias. Se juntan letras,
se cuentan cosas… Y eso somos, personajes sin argumento y encima el asiento
chorreando de algo que huele a zumo. Hoy no, joder. He esperado a que Gladys se
siente antes. Debe de llamarse así, Gladys, Krystal, Yleana, algún nombre así
con mucha i griega. El nombre es gratis.
Saca su tubo de crema y se frota la cara, los brazos, las manos, el escote
donde tintinea un cristo que parece ser de oro. En la siguiente él se sube. Ella
se aparta y ocupa el asiento de la ventana. Le guarda el sitio. Cada día. Y empiezo
a mojarme el culo, a notar un pegajoso lastre en los vaqueros, a preguntarme
qué hago sentado en un charco de zumo, en el mejor de los casos, disimulando
dignamente, fingiendo que escucho música detrás de Gladys, que saca el espejo
del bolso y recompone su pelo.
Él debe de llamarse Paco, alto, encorvado, dientes
amarillos. La frase que más repite comienza por cuando me jubile, y allí van
sus sueños cuando no se levante a las seis y no sepa dónde meterse a pasar la
mañana. Me voy a aburrir. Ella sonríe, siempre. Aguanta los chistes que no
entiende, inocente como esa señora gorda que obvia las bromas de Groucho en las
películas, estoica, brillante por la crema y los treinta y dos grados que marca
la pantalla del autobús. Algo deben de sospechar, porque él me mira y sonríe,
antes de sentarse, haciéndome cómplice de su puesta en escena, de su narrarse a
sí mismo ante ella, cada día, y yo detrás prestando atención, recomponiendo su
historia, llenando los huecos, reconstruyendo esos días en los que no soy
testigo del encuentro. De alguien habrá que contar que no sea de uno mismo.
Prueba esto, es de mi país. Muy rico, ya verás. Y
desenvuelve el papel de aluminio,
planchado, impecable. Lo traía para el viejito, pero hoy se lo llevaron al
hospital. A lo mejor mañana no vengo, ya me avisan, y el pantalón pegado al asiento.
No hay remedio. Ni tiempo, porque él bajará pronto y, a pesar de la úlcera, no
debería ni olerlo, el médico dijo, acaba por probarlo mientras asiente mirando
al suelo, concentrado en el sabor de esa delicia que nunca sabré a qué huele
por más que me siente detrás de ellos, como siempre que puedo; hoy todo me
huele a zumo rancio de frutas tropicales a las tres de la tarde en un autobús
atestado de niños. Es tarta de dulce de leche, la hago yo misma. Con estas
manitas. Y con esto tan bueno qué quieres, matar al viejito y que te deje la
herencia, ¿no? Ella se ríe. Cubre su cara con las manos, agacha la cabeza. Se
ha descubierto el pastel, bromeo conmigo mismo. Y acepto sin más que al viejito
le pueden ir dando mucho por saco porque el pastel nunca había sido para él. Gladys
se ruboriza y cambia de tema: el calor, mis dolencias, cómo te fue con el
médico ayer, una amarilla por la mañana y otra antes de acostarme, una roja
cada ocho horas.
Algo sospechan. Ocupo con recurrencia el asiento de atrás,
ella se gira, me mira y yo escucho música, o eso cree mientras le invento una
vida, unos hijos en su país a quienes llama cada semana, pobrecitos míos, tan
lejos. Este vicio de narrar vidas ajenas, inventar destinos dispares, tal vez
irrisorios, pero quién dijo que la verdad es más realista. Fingir que miro por
la ventana simplemente porque se escucha mejor lo que dicen. No es fácil. Uno
no sabe hasta qué punto inventa o corrige sus frases, añade acotaciones a sus actos…
Él bromea con la operación bikini. Ella se ríe. Con un gesto imperceptible
acaricia su brazo, le ríe la gracia. Se toca el pelo. Se hablan al oído, comparten confidencias eclipsadas por el ruido del
motor y los gritos de los adolescentes que salen de clase y hablan de fútbol.
Diez minutos, cada día. Yo en su nuca, espiando sus guiños, su ritual de
desearse en silencio, públicamente, qué pensará la gente. La imagino esperando
a que lleguen las dos y media mientras le da el almuerzo al viejito, lo lava,
lo peina. Pobre viejito, lo trata muy mal la familia. Ni te imaginas. Y él
asiente y mira al suelo; un hilo de zumo que viaja en dirección al conductor
entre zapatos y bolsas del súper. Menos mal que estoy yo, qué sería de él, yo
le cuido, le doy cariños… Y encima la hija hoy me dijo… Y ahí va la broma que
rompe el hielo porque Paco, o eso intuyo y acepto sin más, es demasiado hombre
para dejarse ver pensando qué será de mí cuando sea uno de esos viejitos a los
que Gladys pone pañales antes de irse: pues yo también necesito muchos cariños,
y ríen, entonces, y ella le da un golpecito en el brazo, se toca el pelo. Y por
la noche necesito más. Calla, animal.
Algo sospechan, porque ella se gira y me mira con
insistencia, sabiéndome testigo de algo que no está pasando, para nada, por dios.
Él se levantará, se apoyará en su hombro para amortiguar los frenazos, mañana
nos vemos, bueno, mañana puede que no, ya te aviso si puedo. Pero entonces el
zumo, el pantalón, vuelvo a mi piel y algo se mueve. Mi móvil. Suenan Sex Pistols.
Gladys se gira. Me mira. Buenos días, mi nombre es Miranda y le llamo de
Orange. El motivo de mi llamada es ofrecerle una oferta cuya vigencia es
limitada. ¿Tiene usted conexión a la red en su terminal? Lo siento, Miranda. El
nombre es gratis, la primera imposición, pienso. Eso primero que somos y no
elegimos ser. Me han ofrecido la oportunidad de mi vida. Me marcho. A trabajar.
Aquí la cosa está imposible, ya sabe. Y aquí mi narración de mí mismo, una
diferente, otra cualquiera, como la que me cuento al despertar cuando veo una
cara en el espejo. Versiones actualizadas de mi presente. El tema es que soy
arqueólogo, las ruinas mayas, un nuevo descubrimiento y voy a trabajar en las
excavaciones. Gladys se gira sin dar crédito, y Paco, tal vez se llame Vicente, a fin de cuentas, se ríe mientras avanza
penosamente por el pasillo, esquivando adolescentes sentados en el suelo con
sus mochilas y sus zumos de frutas tropicales, guiñándole el ojo a Gladys que
se despide, brillante y compuesta como un busto de mármol que agita la mano
elegantemente, decentemente, hasta que él baja y ella se santigua mientras lo
ve cruzar la calle hacia su casa y besa el cristo que se esconde en sus dedos
cruzados. Se gira, me mira, así que los mayas… No, qué va, me gusta inventar
historias. En realidad soy médico, me voy a Haití, a ayudar a los pobres niños,
las catástrofes naturales, las inundaciones, el cambio climático; los pobres
niños que salen por la tele con sus caritas de hambre a la hora de comer, en
las noticIas, llenos de moscas. Hay tanta maldad en el mundo, dice Gladys
torciendo los labios, después se santigua… Mentiras a medias, no hay que
decirlo; renglones torcidos, personas que buscan otra historia de la que ser
protagonistas, cuerpos que anhelan ser narrados y ese terror de ignorar lo que
somos, ese horror visceral de escamotear la propia piel al denso fluir de los
días que resbalan hacia el conductor, recorte su vida por la línea de puntos, pegue
los bordes como indica el manual, relatos dormidos, caretas sin argumento, espacios
vacíos, como páginas en blanco que se han de escribir.
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