11 de abril de 2013

COMO PÁGINAS EN BLANCO


Tal vez es eso, esculpir la gran impostura de narrarse a sí mismo, sentirse vaciado por dentro y ahora a buscar lo que eres. Como páginas en blanco. Relatos que hay que contar para equilibrar lo que suponemos real, para que todo se engarce en un supuesto orden natural de las cosas. De ahí tal vez esta pulsión de construir otras vidas, ajenas o propias. Se juntan letras, se cuentan cosas… Y eso somos, personajes sin argumento y encima el asiento chorreando de algo que huele a zumo. Hoy no, joder. He esperado a que Gladys se siente antes. Debe de llamarse así, Gladys, Krystal, Yleana, algún nombre así con mucha i  griega. El nombre es gratis. Saca su tubo de crema y se frota la cara, los brazos, las manos, el escote donde tintinea un cristo que parece ser de oro. En la siguiente él se sube. Ella se aparta y ocupa el asiento de la ventana. Le guarda el sitio. Cada día. Y empiezo a mojarme el culo, a notar un pegajoso lastre en los vaqueros, a preguntarme qué hago sentado en un charco de zumo, en el mejor de los casos, disimulando dignamente, fingiendo que escucho música detrás de Gladys, que saca el espejo del bolso y recompone su pelo.

Él debe de llamarse Paco, alto, encorvado, dientes amarillos. La frase que más repite comienza por cuando me jubile, y allí van sus sueños cuando no se levante a las seis y no sepa dónde meterse a pasar la mañana. Me voy a aburrir. Ella sonríe, siempre. Aguanta los chistes que no entiende, inocente como esa señora gorda que obvia las bromas de Groucho en las películas, estoica, brillante por la crema y los treinta y dos grados que marca la pantalla del autobús. Algo deben de sospechar, porque él me mira y sonríe, antes de sentarse, haciéndome cómplice de su puesta en escena, de su narrarse a sí mismo ante ella, cada día, y yo detrás prestando atención, recomponiendo su historia, llenando los huecos, reconstruyendo esos días en los que no soy testigo del encuentro. De alguien habrá que contar que no sea de uno mismo.

Prueba esto, es de mi país. Muy rico, ya verás. Y desenvuelve  el papel de aluminio, planchado, impecable. Lo traía para el viejito, pero hoy se lo llevaron al hospital. A lo mejor mañana no vengo, ya me avisan, y el pantalón pegado al asiento. No hay remedio. Ni tiempo, porque él bajará pronto y, a pesar de la úlcera, no debería ni olerlo, el médico dijo, acaba por probarlo mientras asiente mirando al suelo, concentrado en el sabor de esa delicia que nunca sabré a qué huele por más que me siente detrás de ellos, como siempre que puedo; hoy todo me huele a zumo rancio de frutas tropicales a las tres de la tarde en un autobús atestado de niños. Es tarta de dulce de leche, la hago yo misma. Con estas manitas. Y con esto tan bueno qué quieres, matar al viejito y que te deje la herencia, ¿no? Ella se ríe. Cubre su cara con las manos, agacha la cabeza. Se ha descubierto el pastel, bromeo conmigo mismo. Y acepto sin más que al viejito le pueden ir dando mucho por saco porque el pastel nunca había sido para él. Gladys se ruboriza y cambia de tema: el calor, mis dolencias, cómo te fue con el médico ayer, una amarilla por la mañana y otra antes de acostarme, una roja cada ocho horas.

Algo sospechan. Ocupo con recurrencia el asiento de atrás, ella se gira, me mira y yo escucho música, o eso cree mientras le invento una vida, unos hijos en su país a quienes llama cada semana, pobrecitos míos, tan lejos. Este vicio de narrar vidas ajenas, inventar destinos dispares, tal vez irrisorios, pero quién dijo que la verdad es más realista. Fingir que miro por la ventana simplemente porque se escucha mejor lo que dicen. No es fácil. Uno no sabe hasta qué punto inventa o corrige sus frases, añade acotaciones a sus actos… Él bromea con la operación bikini. Ella se ríe. Con un gesto imperceptible acaricia su brazo, le ríe la gracia. Se toca el pelo. Se hablan al oído, comparten  confidencias eclipsadas por el ruido del motor y los gritos de los adolescentes que salen de clase y hablan de fútbol. Diez minutos, cada día. Yo en su nuca, espiando sus guiños, su ritual de desearse en silencio, públicamente, qué pensará la gente. La imagino esperando a que lleguen las dos y media mientras le da el almuerzo al viejito, lo lava, lo peina. Pobre viejito, lo trata muy mal la familia. Ni te imaginas. Y él asiente y mira al suelo; un hilo de zumo que viaja en dirección al conductor entre zapatos y bolsas del súper. Menos mal que estoy yo, qué sería de él, yo le cuido, le doy cariños… Y encima la hija hoy me dijo… Y ahí va la broma que rompe el hielo porque Paco, o eso intuyo y acepto sin más, es demasiado hombre para dejarse ver pensando qué será de mí cuando sea uno de esos viejitos a los que Gladys pone pañales antes de irse: pues yo también necesito muchos cariños, y ríen, entonces, y ella le da un golpecito en el brazo, se toca el pelo. Y por la noche necesito más. Calla, animal.

Algo sospechan, porque ella se gira y me mira con insistencia, sabiéndome testigo de algo que no está pasando, para nada, por dios. Él se levantará, se apoyará en su hombro para amortiguar los frenazos, mañana nos vemos, bueno, mañana puede que no, ya te aviso si puedo. Pero entonces el zumo, el pantalón, vuelvo a mi piel y algo se mueve. Mi móvil. Suenan Sex Pistols. Gladys se gira. Me mira. Buenos días, mi nombre es Miranda y le llamo de Orange. El motivo de mi llamada es ofrecerle una oferta cuya vigencia es limitada. ¿Tiene usted conexión a la red en su terminal? Lo siento, Miranda. El nombre es gratis, la primera imposición, pienso. Eso primero que somos y no elegimos ser. Me han ofrecido la oportunidad de mi vida. Me marcho. A trabajar. Aquí la cosa está imposible, ya sabe. Y aquí mi narración de mí mismo, una diferente, otra cualquiera, como la que me cuento al despertar cuando veo una cara en el espejo. Versiones actualizadas de mi presente. El tema es que soy arqueólogo, las ruinas mayas, un nuevo descubrimiento y voy a trabajar en las excavaciones. Gladys se gira sin dar crédito, y Paco, tal vez se llame Vicente, a fin de cuentas, se ríe mientras avanza penosamente por el pasillo, esquivando adolescentes sentados en el suelo con sus mochilas y sus zumos de frutas tropicales, guiñándole el ojo a Gladys que se despide, brillante y compuesta como un busto de mármol que agita la mano elegantemente, decentemente, hasta que él baja y ella se santigua mientras lo ve cruzar la calle hacia su casa y besa el cristo que se esconde en sus dedos cruzados. Se gira, me mira, así que los mayas… No, qué va, me gusta inventar historias. En realidad soy médico, me voy a Haití, a ayudar a los pobres niños, las catástrofes naturales, las inundaciones, el cambio climático; los pobres niños que salen por la tele con sus caritas de hambre a la hora de comer, en las noticIas, llenos de moscas. Hay tanta maldad en el mundo, dice Gladys torciendo los labios, después se santigua… Mentiras a medias, no hay que decirlo; renglones torcidos, personas que buscan otra historia de la que ser protagonistas, cuerpos que anhelan ser narrados y ese terror de ignorar lo que somos, ese horror visceral de escamotear la propia piel al denso fluir de los días que resbalan hacia el conductor, recorte su vida por la línea de puntos, pegue los bordes como indica el manual, relatos dormidos, caretas sin argumento, espacios vacíos, como páginas en blanco que se han de escribir.

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