“Una especie de responsabilidad de demiurgo, por darle un nombre (…),
un poco por salir de la costumbre y otro poco
porque la idea de desencadenar algo, cualquier cosa,
me parece oscuramente necesaria”.
62 / Modelo para armar
(Julio Cortázar)
Llamémosle Luis. O Pepe. Hace cara de Pepe, Interviu bajo el
brazo cuando va a cagar, chándal el fin de semana, desayuno popular frente al
taller, cada mañana. Tal vez sea verdad y se llama Luis o Pepe, cosa que me
horrorizaría como inventor de vidas ajenas, pero nunca antes de transitar ese
espacio del orgullo creador, la realidad naciendo de estas suposiciones
estúpidas, bajo el ficus del parque. Bautizar a las personas con los nombres
que deberían tener, regalarles esa vida que no llevan, ofrecerles un guión sin
que lo sepan. Cualquier coincidencia… Ya sabes. Uno espera ser más original que
esa verdad que va esculpiendo la rutina. Para ello hay que ser realista, la
forma más eficaz de alejarse de la realidad. Nada más irreal que lo verosímil,
y aquí llega Pepe, habíamos concluido. Divorciado. Va a ver a su hija, su traje
de los domingos, obviamente; colonia barata, la raya del pelo a la derecha,
como cuando se peinaba. Va con prisa, carga unas bolsas del súper. Asoma una
barra de pan. Acaba de hacer la compra para hacerle la cena a la niña. Un fin
de semana cada quince días. Se arrastra por el mundo desde entonces, tampoco le
conmueve ese reencuentro quincenal. Hoy no va a emborracharse. Esta noche no
baja al bar, por mucho que sea viernes y haga un calor de mierda, película
Disney y a la cama, sintiéndose bendecido por un rato mientras se fuma el
Ducados de antes de dormirse. La vida es muy perra, Pepe, pero al menos te
regala un beso de buenas noches cada quince días, verás Pocahontas y te dormirás
como esa gran persona que nunca has sido y ya has hecho tarde para ser nada,
descubres al despertar, café con madalenas. Después al parque, buenos días,
buenos días, al parque, a pasear a la chiquilla, eso está bien, hace un día
precioso, no voy a dejarla en casa todo el día, hasta que Vanesa gira la
esquina. Hace cara de Vanesa. O de Jenifer. Vanessa, con dos eses: el nombre es
gratis. Botas de cuero, pelo planchado y escotedeinfarto, dirían en la tertulia
de después de comer. Demasiado joven. Fuma, seguro. ¿Tienes un cigarro, guapa?
Hazme el favor. ¿Y fuego, tienes? Le doy las gracias y se larga, guardando el
mechero en uno de esos bolsos del chino hechos de ese plastiquete negro que
imita el charol. Y todos mis prejuicios en tropel; se va de fiesta, eso es
seguro, va a pasar por casa de su amiga, la ha dejado el novio. A su amiga,
digo. Va a comprar el botellón, esta noche seguro que vuelve, con su amiga, a
los banquitos. Se pone esto de bote en bote. Siempre me paso, me dan tabaco y
vuelvo a casa. La cosa está fea después de las doce. Estudia peluquería en un
salón de belleza; son otra tribu urbana, se las ve venir. Pero el que viene es Luis,
o Pepe, con una niña de la mano, ¿te ha metido tu madre ropa interior en la
mochila? La última vez… Y compra un paquete de Ducados en la máquina del bar, y
caminan hacia casa, juntos, y uno se indigna porque qué sabrá la vida, su puta
madre, ya es tarde para ir a casa y pronto para volver. Hoy no se cena, parece.
Éste es camello; mira qué cara. Seguro que fuma. ¿Tiene un cigarro, caballero?
¿Y un euro para un bocata?
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