11 de mayo de 2010

RECOLOCARSE


Y así es como cada día me despierto, me coloco en este nicho, trato de caer de cotidiano en mi casilla, y veo a niños escupir en la menestra como viejos, viejos con alzheimer tomando el sol en las terrazas, y el polvo depositado en los cristales como un taciturno convenio, postales en la repisa del váter, las sábanas quemadas y pelos en el lavabo. Fue lo que nos dejó la heroína, y estas ganas de hacer cosas como la gente normal, de estar harto de estar harto como los normales, los que no salen de nada, los que no huyen de sus venas, los que no han de recolocarse cada día en su casilla. Recolocarse. Re-colocarse. Volverse a colocar. Mejor, ganas de volverse a colocar. Las ganas. Lo que nos queda, las ganas. Siempre. Hace seis meses que no me coloco. Casi seis meses.


Treinta años tirados a la basura. Lo dice mi madre. Me quiere, pero no soporta esta imagen de metadona y periódico gratuito en el parque por las mañanas, ansiolíticos por las tardes, tetrazepan por las noches. No eras tonto. Pero más perro que el suelo. Pudiste estudiar cualquier cosa, mira el hijo de tal o cual señora que limpia, ya ves, un hijo abogado. Y no era un lumbreras. Aquí nunca te faltó un plato de caliente. ¿Es mentira? Eras listo, lo decía tu profesora. Nosotros, gracias a Dios teníamos cómo darte unos estudios. Mi madre. Me quiere. Habla en pasado de mí, como si estuviera muerto. Muerto, no: mi otro yo recolocado. La diferencia es que tienes que saludar cada mañana a la psicóloga, que te habla de usted, supongo que por aquello que dice de la autoestima y el empoderamiento personal, y aparentar que has pasado buena noche. Nunca antes me habían llamado usted. Recolocado en mis casillas, zarandeado, como si de repente a uno le den dos hostias y le digan que la vida no es esto, despierta, imbécil. Abierto a la vida, descubrirá usted nuevas motivaciones. Salga de casa, haga cosas. Pero, ¿qué? Cosas. Haga cosas.

Aprendí a hacer ese sonido extraño que se hace para llamar a los perros, como un beso hacia adentro, ven, Sid, ven. Se llama Sid. Cómprese un perro, hacen mucha compañía y le ayudará a ser responsable de algo, le mantendrá ocupado. Acepte el consejo, cómprese un perro. Sáquelo a pasear, llévelo al parque, no sé, lávelo. Le ayudará a conocer gente. Anímese.

Veo películas. Hace años que no veía una película. Conozco los últimos estrenos, la cartelera. Los museos. El botánico. Los parques. Los horarios del metro y del autobús. Conozco a los barrenderos, los jardines. Crucigramas en el parque. Conversaciones con otras personas que se están dejando tal o cual cosa, jubilados, emigrantes sin empleo, currantes de baja, gente que deambula de parque en parque, buscando el sol en los bancos. Conozco las estatuas. Sé sus nombres. Cervantes, Blasco Ibáñez. Me detengo en los escaparates y entro en las ferreterías sin un duro en los bolsillos. Trato de jugar al fútbol con los niños en los jardines públicos, o pido un cigarro a una pareja. Les hablo del perro, les pido fuego. Sid, ven. Se llama Sid, como Sid Vicious. God save the Queen... Pero parece que no se la saben. Qué hostias, y salgo corriendo detrás del perro, ven Sid, hostias, puto perro, no vaya a ser que me lo atropelle un coche y la psicóloga... Haga cosas. Su puta madre. ¡Sid! No corras.

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